Este texto fue expuesto ante un grupo de estudiantes de medicina de primer año de la Western Reserve University de Cleveland, Ohio, en el otoño de 1952.

 

Estos estudiantes, en lugar de comenzar su educación médica en la sala de disección, eran puestos en contacto con una madre embarazada con ocasión de las visitas que éstas realizaban a la clínica prenatal. Venían a la madre varias veces durante el embarazo, asistían al nacimiento y permanecían en contacto con la madre y el niño durante todo el curso de sus estudios médicos. De esta manera, se les proporcionaba la oportunidad de observar el desarrollo psíquico y físico de un infante sano desde el nacimiento en adelante, así como el desarrollo de la relación entre la madre y el niño.

 

 

La observación de los infantes

 

El estudiante de medicina a quien por primera vez se presenta un bebé recién nacido con propósito de observación y estudio del desarrollo psíquico puede hallar esta experiencia cautivante y fascinadora; pero la situación puede desilusionarlo también. La observación de un infante durante sus primeros días y semanas de vida puede ser una experiencia frustrante si no se sabe que es lo que debe observarse. Por ello es muy posible que los estudiantes puedan necesitar cierta orientación con respecto a la dirección que debieran tomar sus observaciones, así como cierta ayuda para agrupar los datos que aquéllas puedan proporcionarles. Tienen que comprender que, por naturaleza, su campo de observación es limitado al comienzo. En forma semejante al cadáver humano sobre el que los estudiantes de medicina solían iniciar su aprendizaje, el recién nacido se presenta ante sus observaciones sólo como un cuerpo sin mente, aunque la diferencia importantísima reside precisamente en el hecho de que este cuerpo rebosa de fenómenos de vida. Pues bien, es la observación y la comprensión de estos fenómenos, individualmente y en su relación recíproca, lo que conduce a los primeros atisbos de la actividad psíquica del niño.

 

La tarea del estudiante se facilita por el hecho de que los primeros fenómenos vitales son simples. El infante duerme, se despierta, llora, pronto se sonríe, se mueve, se alimenta, vacía su vejiga y sus intestinos: se trata de un repertorio de procesos que es fácil discernir. Al contemplarlos, el observador pronto aprenderá a distinguir los estados principales contrastantes que parecen gobernar estas actividades. Uno de ellos es el estado de serenidad y paz durante el cual nada parece ocurrir en el infante, en cuya situación parece no ser más que un cuerpo silencioso, que no envía señales de ningún género hacia el ambiente ni presenta en su apariencia ningún punto especial de interés. El segundo estados es aquel durante el cual el mismo infante muestra una inquietud que se trasunta en los movimientos de su cuerpo y llora, con evidencias netas de incomodidad, infelicidad o dolor. Debemos comprender que cuando se conduce de este modo, el infante se hala bajo el impacto de una necesidad, que puede ser una necesidad de alimento, de sueño, de consuelo, de que se leve la temperatura d la habitación o se elimine la sobreestimulación de oídos y ojos producidas por sonidos fuertes y luces brillantes. El reconocimiento de la naturaleza de este estado se facilita porque las señales de zozobra que lo anuncian se asemejan a las respuestas de los niños mayores o de los adultos que desean algo con gran urgencia.

 

Tampoco es difícil de percibir la interrelación existente entre ambos estados. El infante mismo no es capaza de satisfacer sus propias necesidades. Necesita un agente externo, la madre, un enfermera, quizás el mismo estudiante que observa, que satisfaga la necesidad, esto es, que lo alimente, lo consuele, le cambie los pañales, elimine los factores irritantes, etcétera. Una vez que esto se haya hecho, la tensión dolorosa y creciente que se manifiesta en el cuerpo del infante dará lugar de inmediato a un sentimiento de alivio. El llanto que se transformará en sonrisa, la inquietud en tranquilidad, la vigilia en sueño; el observador no tendrá dudas de que este infante en particular se halla cómodo, de que, realmente, su estado ha pasado de la necesidad a la satisfacción. La observación reiterada de estas ocurrencias dará por resultado que pronto les sea posible a los estudiantes confundir las dos situaciones o estados de ánimo principales que experimenta un infante satisfecho y uno insatisfecho, esto es, entre las experiencias de placer o de dolor del niño; de tensión creciente o decreciente, de presencia o ausencia de estímulos irritantes. Al captar esta distinción básica los observadores habrán dado su primer paso en el camino que los constituye en estudiosos de la conducta infantil.

 

A este primer paso debe seguir de inmediato un segundo. El observador exitoso debe desarrollar las capacidades de percibir no sólo la presencia o la ausencia de necesidades, esto es, la presencia o la ausencia de tensión somática, sino también las diferencias que se refieren a la manifestación de los diversos géneros de necesidad, diferenciación que es más difícil de lograr. El infante responde a la tensión interna que provoca una necesidad, independientemente de su carácter especial, mediante el recurso de llorar. El llanto como señal cubre su experiencia de hambre, de dolor corporal, de mera incomodidad y de soledad. Aunque la intensidad de la necesidad sólo pueda revelarse por la intensidad de la señal de llanto, la cualidad de la satisfacción deseada, ya se trate de alimento, consuelo o compañía, no es igualmente obvia.

Sin embargo, aunque los observadores objetivos y científicamente adiestrados puedan equivocarse, las madres que carecen de adiestramiento pero sienten devoción por sus hijos pronto desarrollan, sobre la base de su íntima vinculación emocional con sus bebés, una capacidad discriminativa que les permite distinguir los anuncios de los diversos deseos del infante, aunque aparentemente su representación sean los mismos sonidos. Para estas madres, el llanto del niño cansado o del niño que experimenta dolor suena notoriamente diferente del llanto del niño que tiene hambre. La misma destreza desarrollan las niñeras con experiencia o, en las condiciones de formación que en la actualidad se dan, las enfermeras que atienden a bebés y que son buenas observadoras. Lo que para el extraño no es más que el anuncio de una incomodidad indiscriminada que se aloja en alguna parte del cuerpo del niño les revela una variedad de estados, que exigen una variedad de acciones: el llanto asustado que debe ser sostenido en los brazos y consolado antes de que pueda dormirse, el del infante que experimenta dolor, cuyo estómago o cuyos intestinos necesitan alivio; el del infante que está llevándose a si mismo a un clímax de desesperación y cuyo paroxismo exige que se lo interrumpa; o el del infante que simplemente pasará por una fase de incomodidad aguda mientras la fatiga se transforma en sueño pacífico, siempre que no se interrumpa ninguna acción externa. El estudiante de medicina a quien esta prensión de las expresiones del niño que revelan mujeres hábiles le parece un logro milagroso, no precisa sin embargo buscar comparaciones demasiado lejos para encontrar logros semejantes y de los que él mismo es capaz. Como orgulloso propietario de un automóvil valioso, por ejemplo, nunca confundiría un sonido ominoso del motor con un ruido superficial que pueda producir la carrocería. Lo que para el pasajero ocasional de su automóvil no es más que un ruido cualquiera se transforma, para el propietario que considera el problema con mentalidad de mecánico, en un lenguaje inteligible que le transmite señales inquietantes. Este primer lenguaje del infante es el que la madre interpreta en forma correcta y al cual responde. Para comprenderlo de modo semejante, el estudiante de medicina observador debe desarrollar, sino la misma actitud emocional subjetiva hacia un infante dado, por lo menos un interés comparable por los fenómenos de la infancia y la debida familiaridad con ellos.

El hecho de que nos hayamos detenido tan prolongadamente en la necesidad de esta distinción entre las diversas necesidades del infante se halla justificado por cierto desarrollo particular que ha tenido lugar en le campo de la atención del infante en los últimos tiempos. En la era preanalítica, durante cuyo transcurso la mentalidad psicológica no encontraba mayor cabida, los infantes solían verse sujetos a un horario estricto de mamadas cada tres o cuatro horas, basado exclusivamente en sus necesidades orgánicas. La observación estricta de estas reglas ha dejado lugar, recientemente, a una mayor tolerancia en cuanto concierne al horario de las mamadas, que supone una mayor consideración de los deseos subjetivos del niño. En algunos países, y en especial en los Estados Unidos, esto ha llevado a la concepción revolucionaria de las llamadas “mamadas a pedido”, que consiste en no tener en cuenta en modo alguno los horarios de mamada y en descansar casi exclusivamente en las propias expresiones del infante en materia de necesidad de alimento. No es preciso decir que el buen éxito de este método depende por completo de la correcta lectura de las señales que transmite el llanto del niño. Es cierto que el infante que sufre tensión puede ser aplacado proporcionándoles alimento, aún cuando esta tensión no haya sido provocada por el hambre. Pero parecería una política miope la que llevara a acostumbrar al pequeño individuo a mitigar con el alimento necesidades que surgen de otras fuentes. El amamantamiento a pedido debe ser tomado en su sentido más estricto de amamantamiento, al que hay que recurrir cuando se presenta en el niño la demanda específica de alimento (y sólo entonces).

 

El estudiante que ya ha logrado alcanzar este nivel de comprensión detallada y próxima al infante, se habrá ganado el privilegio de observar al mismo tiempo los procedimientos mediante los cuales el pequeño cuerpo del infante crea por sí mismo los comienzos de una psique. Esta situación que los convierte en testigos del nacimiento de una psique a partir de un cuerpo será algo que la mayoría de los estudiantes valorará como una experiencia impactante y, casi como calculada para impartirles, para toda su futura carrera médica, un sano respeto por la fortaleza de la mente humana, por la importancia y la complejidad de su funcionamiento y por la estrecha interrelación de la psique con las necesidades y funciones del cuerpo.

La cuestión de qué es lo que acontece en el aspecto psíquico del recién nacido y el infante joven es debatible y constituye un tema que diversos autores han discutido e investigado cada vez más durante los últimos años. Algunos psicoanalistas le atribuyen al recién nacido procesos psíquicos complejos, en los que una variedad de efectos acompañan la acción de las diversas pulsiones y aquellos afectos, tales como, por ejemplo, sentimientos de culpa. Otros, la autora de estas líneas entre ellos, sostienen que el mundo interno del infante durante los primeros días y semanas de vida consiste fundamentalmente en dos sentimientos contrastantes de la serie placer-dolor, produciéndose la secuencia de manera tal que el dolor surge bajo el impacto de la necesidad orgánica (de una irritación proveniente del exterior), y el placer cuando la necesidad se satisface (cuando los factores irritantes se eliminan). A partir de la fuerza de estas sensaciones y de su naturaleza contrastante organiza el infante lo que posteriormente sentirá que es su sí mismo.

 

Nos imaginamos que esta organización se desarrolla en la psique del infante de la siguiente manera. La reiterada experiencia del placer le enseña al infante qué es lo que lo produce. Por ejemplo, después que el noño hambriento ha sido alimentado varias veces, el impacto de estas experiencias creará en él algo que no existía con anterioridad, a saber, la imagen del alimento que lo satisface. De allí en adelante, siempre que surja el hambre, se evocará en forma simultánea la imagen del alimento deseado. El niño hambriento verá interiormente una imagen psíquica de la leche, o de la madre que la trae o del pecho de la madre, o del biberón del cual se succiona la leche. El hambre y estas imágenes de objetos y procedimientos que la satisfacen permanecerán inseparablemente unidos entre sí. A las imágenes de este género (que muchos autores denominan “fantasía”) se las considera como el primer paso del funcionamiento psíquico.

 

Por otra parte, el infante hambriento se comporta de un modo peculiar con respecto a sus imágenes internas. Dado que muchas veces ha experimentado que la aparición real de la madre, o de su pecho, se ha visto seguida por la satisfacción estomacal, espera que su propia imagen psíquica de la madre produzca un resultado semejante. Naturalmente, esto no ocurre. La alucinación del pecho, o de la madre, no conduce a alivio ninguno, la necesidad no se satisfará hasta que el niño produzca la señal de malestar y aparezca el objeto real. Tras la repetición frecuente de estas experiencias, el infante aprende a distinguir entre la imagen interna y la percepción de una persona en el mundo exterior. Aunque ambas cosas aparecen en forma semejante en la psique del niño, el sentimiento que producen es por completo diferente. Esta nueva capacidad de distinguir entre la percepción de la realidad por una parte y las imágenes psíquicas internas por la otra es uno de los avances más significativos del desarrollo psíquico del infante. El niño de más edad y el adulto normal no tienen dificultad para juzgar si lo que ven es provocado por la percepción o creado internamente por la persistencia de una necesidad. A la realidad la comprueban y a los productos de la fantasía los reconocen como irreales, facultad discriminatoria ésta sin la cual no podemos vivir como seres normales. No obstante, esta facultad puede perderse en el estado de enfermedad psíquica grave. Le será útil al futuro estudiante de medicina recordar que las alucinaciones de sus virtuales pacientes psicóticos son, en cuanto a su estructura, básicamente las mismas que las imágenes alucinadas de la leche o la madre de las que espera el infante una satisfacción que solamente el ambiente real puede proporcionarle.

 

Mientras tanto, las respuestas del infante a sus experiencias de placer y dolor han experimentado otro cambio: puede ahora recordar lo que ocurriera antes. El observador advertirá que el infante actúa ahora, en un estado de necesidad, de acuerdo con la experiencia pasada. Por ejemplo, el niño ha experimentado que la aparición del biberón se ve seguida por la satisfacción; se volverá entonces hacia el objeto que lo satisface. Sabe qué es lo que produce dolor y se apartará de ello. Ha experimentado que llorar trae a la madre, el llanto parece tener el poder de transformar la imagen interna de la misma en su presencia real. Esto le presta al llanto un nuevo aspecto de intencionalidad. El observador diestro advertirá que el llanto del infante cambia, por consiguiente, de mera señal de malestar a poderoso instrumento o arma que puede utilizar para influir o dominar los sucesos de su ambiente.

 

Al estudiante que observa le convendrá detenerse en las reacciones del niño ante la aparición de la madre. Las relaciones del infante con el ambiente no deben interpretarse a la luz de los criterios adultos. Si bien el observador ve al infante como una cantidad separada, debe comprender que el infante mismo no tiene una concepción correcta de donde comienza el ambiente. Cuando construye internamente una imagen de su propio si mismo, el infante sigue el único principio que tiene importancia en su vida: el principio del placer. Por consiguiente, toma como parte de sí mismo todo lo que siente como bueno, satisfactorio, placentero, y rechaza como algo que no le pertenece todo lo que sea doloroso y desagradable. De acuerdo con esta forma infantil de discriminación, la madre, en cuanto es “buena”, es considerada por el infante como una parte importante de sí mismo. El observador, cuando contemple al infante en el regazo de la madre, advertirá que no establece distinción entre su propio cuerpo y el de ella: juega con el pecho de la madre, con su pelo, su nariz, o sus ojos, como juega con sus propios dedos o pies, o explora sus propias cavidades. Se muestra tan sorprendido e indignado cuando la madre se retira como si repentinamente lo hubiera abandonado una parte de su propio cuerpo. Sólo a través de la experiencia dolorosa de perder periódicamente a su madre aprende el niño, efectivamente, y en forma muy gradual a lo largo del primer año, que el gran sí mismo placentero ha construido en su psique no le pertenece por entero. Algunas de sus partes se apartan se él y se transforman en ambiente, mientras que otras partes se quedan con él para siempre. El observador puede percibir en el infante signos crecientes de que está aprendiendo a conocer la verdadera extensión y los verdaderos límites de su propio cuerpo. En realidad, la primera representación interna que el individuo humano tiene de sí mismo es una imagen de su cuerpo. Mientras que el adulto piensa en términos de un “si mismo”, los infantes piensan, o más bien sienten, en términos de un cuerpo.

 

Quizá convenga que los observadores conozcan el hecho de que progresos tales como la diferenciación entre sí y el ambiente no los realiza el niño con facilidad. Implican abandonar creencias y actitudes muy queridas. Sus restos subsistirán, a veces bajo el disfraz del juego, y volverán a la superficie en períodos posteriores, inclusive mucho después que la concepción básica de su sí mismo-cuerpo haya echado raíces en la psique del niño. Así, por ejemplo, en su segundo año los niños pueden todavía, en ciertas ocasiones comportarse con sus madres como si sus dos cuerpos fuesen uno. El niño a quien le agrada chuparse el dedo, repentinamente tomará el dedo de su madre y se lo pondrá en la boca, o levantará, de pronto, su propio dedo y lo pondrá en la boca de su madre. O bien, en medio de la operación de llevarse la comida a la boca, tomará una cucharada, se la dará a la madre y luego se turnará con ella comiendo. Las madres reciben estos gestos con beneplácito como signos tempranos de generosidad, cosa que en realidad no son. Estas conductas desaparecerán junto con los otros restos de confusión entre el cuerpo de la madre y el propio niño. Pueden reaparecer una vez más en la vida adulta, cuando en el juego sexual entre los amantes puede intentarse y alcanzarse durante los efímeros momentos una fusión similar de dos cuerpos en uno solo. En relación con los propósitos de observación y comprensión que animan a los estudiantes, es útil ver cómo persisten esos modos de conducta infantil durante el segundo año y aun después: en este período los medios de comunicación mejorados del niño no dejan duda en cuanto al significado y la intención de tales comportamientos.

 

Pero inclusive mientras las fronteras de sí mismo del sí mismo del niño son todavía cambiantes e inciertas, el observador no puede dejar de verse impactado por el creciente orden que aquél establece dentro de sí mismo. Las difusas sensaciones del recién nacido van reuniéndose en forma gradual para constituir una experiencia organizada. El placer, el dolor, el hambre, la satisfacción, el bienestar, la incomodidad dejan de seguirse unos a otros al azar, provocados en cada caso por la presión de una necesidad momentánea y olvidados una vez que la necesidad se satisfizo. El infante de muy corta edad cumple el dicho proverbial según el cual las lágrimas y la risa viven muy juntos en un niño, más cerca cuanto más pequeño es el niño.

 

Un infante de muy corta edad puede reírse o sonreír o carcajear en medio de su llanto, o llorar abruptamente ante una ligera provocación después de haber estado sonriéndose. La anticipación placentera y la furia, la ira y el afecto pueden producirse casi simultáneamente, dándole al observador la impresión de que cada uno de estos aspectos existe por derecho propio, sin interactuar con el otro. Cualquier cosa que ocurra provoca una respuesta: lo que parece faltar es algo que unifique la experiencia.

 

Es precisamente esta integración interna de percepciones, sensaciones y respuestas lo que se produce con creciente fuerza y precisión a medida que el infante crece y lo que transforma durante la segunda mitad del primer año lo había sido una materia psíquica más o menos difusa en una personalidad incipiente provisoriamente organizada. Comienza a existir un punto central de conciencia cuando la experiencia se almacena para usarla, cuando se unen sentimientos conflictivos y se los morigera, y cuando no sólo se registra la diferencia de lo placentero y lo displacentero, sino también la diferencia existente entre cualidades tales como el sí mismo y los otros, lo extraño y lo familiar, lo real y lo imaginario, e inclusive cierta diferenciación inicial entre pasado, presente y un futuro muy próximo. Puede ahora esperarse que el infante reconozca al observador, siempre que no aparezca con muy escasa frecuencia, y que manifieste un interés inteligente por lo que lo rodea y se comunique con ello aun cuando no se vea forzado a hacerlo para satisfacer una necesidad.

 

Hasta aquí, aproximadamente, lo llevarán al estudiante sus observaciones del funcionamiento del infante durante el primer año.

 

Si con lo que tengo dicho hasta aquí he creado la impresión de que el estudiante puede prestarle poca atención a la madre del infante durante sus observaciones, será que sólo he hecho lo que hace el mismo infante, a saber, que a la madre la he dado por sentada. Su existencia es tan esencial para el infante que le es difícil al observador, como lo es para el infante mismo, imaginar la vida sin ella. A diferencia de muchos animales pequeños que aprenden a cuidar de sí muy poco después de su nacimiento, el infante humano es un ser enteramente dependiente. Muchos meses pasan antes de que pueda llegar simplemente a asir alguna comida sólida y colocársela en la boca. Durante casi todo el primer año es preciso alimentarlo poniéndole los líquidos en la boca. Alguien debe hallarse cerca para cambiarlo de lado de su cuna durante las primeras semanas y meses y para sentarlo o acostarlo en la cama después. Permanecería impotente en medio de la orina y el excremento si alguien no lo higienizara y le cambiara los pañales. Si el cuidado maternal, o de la enfermera, o del médico, no se le proporcionara, el infante moriría, porque ningún rigor externo puede enseñarle a satisfacer sus necesidades en este período de su vida. De este modo, la madre, como quien provee y el infante como quien de ella depende han de ser considerados como un todo inseparable en el verdadero sentido de la palabra. Excepto cuando duerme, el infante rara vez tolerará que se lo deje solo. Mas, por otra parte, al observador externo esta presencia y estos cuidados continuados de la madre le obscurecen en gran medida la verdadera imagen y extensión de las necesidades del infante. La tarea que ella cumple consiste en eliminar las tensiones con la misma rapidez con que se producen y en proporcionar satisfacciones antes de que el deseo que el infante siente por ellas llegue a un clímax de desesperación. El bebé bien cuidado, por consiguiente, aparece ante los ojos de quien juzga desde afuera como una criatura que “necesita poco” pero, si la madre que realiza este servicio estuviese ausente el observador no podría dejar de advertir que el mismo infante necesita prácticamente desde la mañana hasta la noche, de modo tal que sólo le da paz a su ambiente cuando se siente en paz consigo mismo, esto es, dormido.

La satisfacción que la madre experimenta en relación con su pequeño bebé puede, además, impedirle ver al observador que este bebé es en realidad un niño muy ingrato: sólo se preocupa por su proveedor absoluto cuando se presente una necesidad. Una vez que está plenamente satisfecho, sin hambre ni frío ni dolor ni ninguna otra cosa que lo perturbe da la espalda a su ambiente –en términos figurados- y se duerme. Tan pronto como una necesidad lo despierta, vuelve a transformarse en alguien que presta una imperiosa atención a la presencia de la madre, como si preguntase: “¿Dónde está mi proveedora? ¿Estás allí para lo que quiero?” - apareciendo muy pronto la zozobra si la madre estuviese ausente en la ocasión -.

 

Una observación cuidadosa practicada durante el curso del primer año de vida del infante le revelará al estudiante la transformación gradual de esta relación madre-hijo, a partir del estadio en que es puramente voraz, egoísta, exclusivamente autocentrada en la perspectiva del niño, hasta llegar a un vínculo más adulto y abierto, propio del que puede mantener un ser humano con otro. Poco a poco, la imagen de la madre deja de ser suscitada en la psique del niño sólo por la presión de una necesidad y deja igualmente de desvanecerse de nuevo una vez que se ha obtenido la satisfacción. Subsiste ahora en forma permanente como imagen, imagen que el recuerdo de todas las experiencias satisfactorias en las que ha tomado parte torna significativa y preciosa para el niño. Este construye a partir de estos recuerdos que podemos llamar su primera verdadera relación amorosa. Esta nueva relación con la madre permanece de allí en adelante, se establece con firmeza en la psique del niño y esta destinada a subsistir en forma más o menos estable sean cuáles fueren los estados fluctuantes de necesidad y satisfacción que experimente su cuerpo. Mientras la madre sea constante en su papel de quien provee a los requerimientos del hijo, sin interrupciones indebidas provocadas por la ausencia física ni preocupaciones emocionales también indebidas por otras personas o asuntos que interesen en la vida de la madre, lo probable es que la adhesión del niño a ella permanezca ahora constante y que constituya una base segura para el crecimiento y el desarrollo de adhesiones posteriores semejantes que tengan por destinatarios al padre, a los hermanos y finalmente a las personas que no pertenecen a la familia. En cambio, en los casos en los que la madre ha desempeñado su tarea de proveedora con indiferencia, o permitido que muchas otras personas la substituyan, la transformación de un voraz amor estomacal en una adhesión amorosa realmente constante tardará en producirse. El infante puede permanecer demasiado inseguro y preocupado con respecto a la satisfacción de sus necesidades como para contar con sentimientos suficientes que puedan ser volcados en la persona, o personas, que las atienden.

 

El estudiante de medicina y futuro médico o psiquiatra se beneficiará si fija en su mente los cuadros de estos dos pasos de la vida amorosa del infante: podemos llamarlos la relación autocentrada e inconstante y la relación abierta al exterior y constante. Aunque el adulto sano y normal supera el primer estadio, puede volver en ciertas ocasiones de su vida posterior a los restos que de ella subsisten. Una de estas ocasiones es la que constituyen las enfermedades físicas invalidantes y graves. El adulto a quien alguna enfermedad física convierte en una persona “desvalida como un bebé” comienza a concentrar su interés en las necesidades de su cuerpo enfermo, del mismo que lo hacen los bebés. Sus actitudes frente a las personas que lo atienden –enfermeras, médicos o miembros de la familia- pueden tornarse entonces muy semejantes a la primera dependencia del infante con respecto a la madre, esto es, pueden convertirse en un insistente clamor para que se lo cuide que alterna con períodos de indiferencia cada vez que ha logrado un relativo bienestar físico- Además, existen individuos que permanecen “infantiles” en sus relaciones humanas a lo largo de la vida. Sin alcanzar nunca la constancia en el amor, cambian con frecuencia de pareja, según las exigencias del momento. Aunque dependen de las satisfacciones que cada pareja les proporciona, se concentran en sus propios deseos, y es poco entonces el interés que pueden dedicar a la pareja. Como el infante pequeño, son emocionalmente insensibles, y no pueden retribuir amor. Así como esta forma primitiva de dependencia infantil conduce a un desarrollo antisocial, el segundo estadio de adhesión amorosa constante a la madre proporciona una excelente base para la adaptación social.

 

Al observar el desarrollo de la adhesión del niño hacia su madre, nos encontramos con otro fenómeno interesante que sirve para corregir una afirmación anterior. Mientras considerábamos las necesidades somáticas, llegamos a la conclusión de que nada hay que puede hacer el infante para aliviarlas por sí mismo. Comprendemos ahora que hay excepciones a esta regla. Si bien es cierto que el infante debe descansar en la madre en cuanto concierne al alimento, la regulación de la temperatura, la disposición corporal y la limpieza, hay mucho que puede hacer para proporcionarle placer a sí mismo substituyendo con una parte de su propio cuerpo a la madre ausente. Cuando no hay ni pecho ni biberón que se le ofrezca para que lo succione, puede succionar su propio dedo; esto no apaciguará su hambre pero le proporcionará sensaciones placenteras en la membrana de la mucosa de la boca. Cuando no está la madre presente para acariciar el cuerpo del niño, sus propias actividades de fricción o rascado de la piel, las orejas o cualquier otra parte de la superficie del cuerpo estimulará el erotismo de la piel y le proporcionará placer. La fricción o el tironeo de los órganos sexuales dará origen al placer masturbatorio. Cuando la madre no acuna al niño, éste puede efectuar sin ella movimientos de balanceo rítmico. Todo observador que contemple sin prejuicio y durante cierto tiempo, descubrirá por sí mismo que en la vida de todo infante desempeña un papel considerable esta apetencia de producir diversas clases de placer erótico mediante sus propios esfuerzos y exclusivamente mediante su propio cuerpo (aun cuando a veces se ayude mediante accesorios tales como muñecos, el extremo de una manta, una almohada, etcétera).

 

En nuestra condición de observadores objetivos, no involucrados en la situación, tenderíamos a esperar que las madres, las enfermeras y los médicos recibieran con beneplácito este pequeño grado de independencia que muestra el infante, que en todo lo demás es dependiente. Aunque parezca curioso, nunca ha ocurrido así. La succión de los dedos es algo que la profesión médica considera con desagrado y a lo que se le atribuye la deformación de la mandíbula del niño o la posición indebida de sus dientes. Las actividades masturbatorias llevadas a cabo con la piel y los genitales solían considerarse en épocas preanalíticas comos signos ominosos de precocidad sexual. El balanceo rítmico se mira con sospecha como precursor posible de tendencias autistas. Sabemos en la actualidad que muchas de estas actitudes de censura se deben al hecho de que estas actividades son los primeros y auténticos representantes de la sexualidad infantil; además de ello, constituyen una forma de placer sexual que puede ser denominada perversa, en el sentido adulto de la palabra. Pero no acaba con esto toda la historia. Los observadores que se hallen en un contacto realmente bueno con las madres de los infantes advertirán que, aun cuando se ha superado el horror por la sexualidad infantil, como efectivamente ha ocurrido en muchas partes en la actualidad, sigue subsistiendo cierto desagrado en lo que concierne a la pulsión del infante a una gratificación autoerótica. Parecería que, inconscientemente, la madre aprecia mucho su posición de única proveedora de placer por sí mismo en un niño independiente, en proporción al grado en que lo hace. La madre siente vagamente que esto lo torna menos abierto a su influencia y orientación. Aun cuando sus consejeros médicos o psicológicos les den seguridades, las madres tienden por consiguiente a combatir la succión de los dedos, el balanceo, la masturbación, etcétera. Se trata de una guerra en la que resultan invariablemente vencidas, puesto que, aparte de atar literalmente de pies y manos al infante, nada impedirá que éste se proporcione estos placeres perfectamente legítimos y determinados por sus pulsiones.

 

Durante el curso de sus observaciones, los estudiantes se beneficiarán si en ocasiones comparan sus notas sobre el ritmo de desarrollo de sus respectivos infantes. No todos los niños pasan los mismos estadios decisivos al mismo tiempo. Existen ciertos hitos que deben ser alcanzados y superados durante el primer año de vida, pero el momento preciso en esto ocurra dependerá, en cada caso individual, de la interacción de los factores constitucionales con los ambientales.

 

Todos los infantes pasan por una fase en que su vida se halla dominada por una alternancia entre el dolor y el placer. Durante su primer año todos deberán aprender a percibir y reconocer la realidad, desarrollar la memoria y construir una imagen interna de sí mismo corporal sobre la que pueda fundarse la personalidad futura. Basados en la experiencia de la satisfacción material, sus sentimientos deberán dirigirse hacia la madre y ligarse con ella. Si cumplen estos pasos básicos, deberá considerárselos como infantes satisfactorios. El movimiento coordinado y el lenguaje son cosas que pertenecen todavía al futuro.