La timidez y los trastornos nerviosos en los niños

1938

 

 

El médico se ocupa, al menos por el momento, de satisfacer las necesidades individuales de un solo paciente, el que acude a él en consulta. Por lo tanto, quizás un médico no sea la persona adecuada para hablar a los maestros, ya que éstos casi nunca tienen la oportunidad de limitar su atención a un solo niño por vez. A menudo deben experimentar el deseo de hacer aquello que parece más apropiado para un niño en particular, pero deben abstenerse por temor a causar un trastorno en todo el grupo.

 

Ello no significa, sin embargo, que al maestro no le interese estudiar a los niños a su cuidado individualmente, y lo que un médico pueda decir quizás lo lleve a ver con mayor claridad lo que ocurre, por ejemplo, cuando una criatura es tímida, o fóbica. Una mejor comprensión puede llevar a una menor ansiedad y un mejor manejo, aun cuando sólo se puede proporcionar muy pocos consejos directos.

 

Hay algo que los médicos hacen y que los maestros podrían hacer más a menudo de lo que en realidad ocurre. El médico obtiene de los padres un cuadro tan claro como puede de la vida pasada del niño y de su estado actual, y trata de relacionar los síntomas por los cuales le han traído al niño, con su personalidad y con sus experiencias externas e internas. El maestro no siempre dispone del tiempo necesario o de una buena oportunidad para ello, pero sugiero que las oportunidades que sí se le presentan para el diagnóstico no siempre resultan aprovechadas. A menudo el maestro, puede llegar a saber cómo son los padres de un niño, sobre todo en el caso de progenitores "imposibles", demasiado exigentes o descuidados; también puede averiguar cuál es la posición del niño en la familia. Pero hay tanto más.

 

Incluso si se ignora el desarrollo interno, a menudo es posible relacionar muchas cosas con hechos tales como la muerte de un hermano, una tía o un abuelo predilecto o, desde luego, la pérdida de uno de los padres mismos. Puedo imaginar un niño que se las arreglaba bastante normalmente hasta que, por ejemplo, un hermano mayor tuvo un accidente y falleció, y desde esa fecha mostró tendencia al malhumor, a tener dolores en las extremidades, a sufrir de insomnio, a exhibir desagrado con respecto a la escuela y encontrar serias dificultades para hacerse de nuevos amigos. En casos como éste, por lo común nadie se molesta en poner de manifiesto estos hechos o en establecer alguna relación entre ellos, y los padres, que disponen de todos esos datos, tienen que hacer frente al mismo tiempo a su propio dolor, por lo cual es probable que no tomen conciencia de la relación entre los cambios operados en el estado del niño y la pérdida sufrida por la familia.

 

Como consecuencia de tales descuidos en la redacción de la historia clínica, el maestro se une al médico escolar en una serie de errores de manejo que sólo pueden confundir al niño, que anhela alguien que lo ayude a comprender.

 

Desde luego, la etiología de buena parte de la nerviosidad y la timidez infantiles no es tan simple; las más de las veces no existe ningún evidente factor externo precipitante, pero el maestro debería utilizar un método tal que, de existir tal factor, de ningún modo pudiera pasarse por alto.

 

Siempre recuerdo un caso muy simple de este tipo, el de una inteligente niña de doce años que se había vuelto muy nerviosa en la escuela y padecía de enuresis nocturna. Nadie parecía haber comprendido que luchaba con el dolor que le había producido la muerte de un hermano muy querido. Ese hermano se había alejado del hogar por una semana o dos, debido a una fiebre infecciosa, pero no regresó al cabo de ese tiempo, pues comenzó a sufrir de dolores que resultaron atribuibles a una tuberculosis ósea. La hermana se había alegrado, tal como el resto de la familia, de que se lo internara en un excelente hospital para tuberculosos. A medida que transcurrían los días, el muchacho sufría dolores cada vez más agudos, y cuando por fin murió de una tuberculosis generalizada, ella volvió a alegrarse. Todos afirmaron que era un gran alivio.

 

Las cosas se habían desarrollado de tal modo que la niña nunca experimentó un profundo dolor y, no obstante, el dolor estaba allí esperando que se lo reconociera. La sorprendí con una pregunta inesperada: "¿Tú lo querías, no es así?", que produjo pérdida de control y torrentes de lágrimas. Como consecuencia, la niña volvió a su actitud normal en la escuela, y la enuresis nocturna desapareció.

 

Semejante oportunidad para la terapia directa no se presenta todos los días, pero este caso ilustra la impotencia del maestro y el médico que no saben tomar una historia clínica precisa.

 

A veces un diagnóstico sólo resulta evidente después de una prolongada investigación. Una niña de diez años asistía a una escuela donde se prestaba mucha atención a cada alumno. Entrevisté a su maestra, quien me dijo: "Esta niña es nerviosa y tímida, como tantas otras. Yo misma era terriblemente tímida en mi infancia, y comprendo esa situación. En mi clase por lo general puedo manejar a los chicos nerviosos y conseguir que, al cabo de pocas semanas, pierdan buena parte de su timidez. Pero con esta niña me es imposible: nada de lo que yo hago parece modificarla; no empeora ni mejora".

 

Sucedió que esa niña fue sometida a un tratamiento psicoanalítico, y la timidez no la abandonó hasta que se puso de manifiesto y se analizó una profunda desconfianza oculta, que sólo podía desaparecer con un análisis. La maestra estaba acertada al señalar la diferencia entre esa niña tímida y otras que se le parecían en superficie. Toda bondad era una trampa para esta niña, y todos los regalos eran manzanas envenenadas; su enfermedad le impedía aprender y sentirse segura, y era también por miedo que necesitaba actuar como los otros chicos en la medida de lo posible, con el fin de que nadie se diera cuenta de que anhelaba la ayuda que no tenía esperanzas de recibir ni de aceptar. Un año después de que esta niña comenzara el tratamiento, esa misma maestra pudo manejarla igual que a los otros chicos, y con el tiempo esa niña llegó a convertirse en una de las alumnas más destacadas del colegio.

 

Muchos de los niños que se muestran excesivamente nerviosos tienen en su configuración psicológica una expectativa de persecución, y resulta útil aprender a distinguirlos de otros niños. Por lo general se los persigue realmente, pues prácticamente piden que se los moleste. Casi podría decirse que a veces logran crear matones entre sus compañeros. No hacen amigos con facilidad, aunque pueden establecer ciertas alianzas contra un enemigo común.

 

Estos niños son traídos a consulta por diversos dolores y trastornos del apetito, pero lo que nos interesa es que a menudo se quejan de que su maestra los ha golpeado.

 

Por fortuna sabemos que esa queja no encierra exactamente la verdad de Dios. Se trata de una cuestión mucho más compleja, a menudo un puro y simple delirio, a veces una sutil manera de plantear las cosas sin respetar demasiado la verdad, pero siempre una señal de angustia, de persecuciones inconscientes mucho peores, ocultas y, por ello, mucho más terroríficas para el niño. Desde luego, hay maestras malas, y hay maestras que golpean cruelmente a los niños, pero rara vez se las descubre por este método. La queja del niño es casi siempre un síntoma de enfermedad psicológica de tipo persecutorio.

 

Muchas criaturas resuelven sus problemas persecutorios cometiendo de continuo pequeñas maldades, y creando así una maestra verdaderamente persecutoria, que los castiga incesantemente. Ese niño obliga a la maestra a mostrarse muy estricta con él y, dentro de un grupo, puede obligar a todo el grupo a un manejo muy estricto, que en realidad es "bueno" sólo para un niño. A veces resulta útil pasar ese niño a un colega que no esté al tanto de las cosas, para conservar así la posibilidad de proporcionar un tratamiento sano a los otros alumnos, menos enfermos.

 

Desde luego, conviene recordar que la nerviosidad y la timidez ofrecen un aspecto sano, normal. En mi trabajo puedo reconocer ciertos tipos de trastornos psicológicos por la ausencia de timidez normal. A veces un niño da vueltas por la habitación, mientras examino a otro paciente, y luego se dirige rectamente hacia mí, un desconocido y se sube a mis rodillas. Los niños más normales tienen miedo, me exigen ciertas señales de seguridad. Incluso a veces prefieren abiertamente a su propio padre, y así me lo dicen.

 

Esta nerviosidad normal resulta más evidente en el caso de niños más pequeños: Una criaturita que no le tiene miedo a las calles de Londres, e incluso a una tormenta con truenos y relámpagos, está enferma. Hay cosas temibles dentro de un niño, como dentro de nosotros, pero no puede correr el riesgo de encontrarlas afuera, no puede dejarse llevar por su imaginación. Los padres y los maestros que emplean la huida hacia la realidad como una defensa básica contra lo intangible, lo grotesco y lo fantástico, se engañan a veces al creer que el niño que no teme a "perros, médicos y negros" es simplemente sensato y valiente. En realidad, el niño pequeño debería ser capaz de tener miedo, de obtener un cierto alivio de la maldad interior a través de la posibilidad de percibir maldad en las personas, cosas y situaciones externas. Sólo gradualmente la prueba de realidad va modificando el espanto interior, y este proceso nunca es completo para nadie. En pocas palabras, el niño pequeño que no tiene miedo está fingiendo, reforzando su valor, o bien está enfermo. Pero si está enfermo, y lleno de temores, es posible reasegurarlo, según su capacidad para percibir también fuera de él la bondad que hay dentro de él.

 

La timidez y el nerviosismo, pues, son problemas a diagnosticar, y a considerar en relación con la edad del niño. Partiendo del principio de que es posible enseñar a los niños normales, y de que los niños enfermos malgastan la energía y el tiempo de los maestros, resulta importante poder llegar a una conclusión en cuanto a la normalidad o anormalidad de los síntomas en cada caso individual; y he sugerido que el uso adecuado de la historia clínica y la forma en que se la toma pueden ayudar en este sentido, es decir, si ello se combina con un conocimiento relativo al mecanismo del desarrollo emocional del niño.