Las raíces de la agresión

1964

 

 

Escrito para The Child, the Family and the Outside World

 

El lector se habrá percatado ya por diversas referencias sueltas, dispersas a lo largo de este librote que sé que los bebés y los niños berrean, muerden, patean, le tiran del cabello a la madre y tienen impulsos agresivos, destructivos o, de algún modo, desagradables.

 

El cuidado de los bebés y los niños se complica al ocurrir episodios destructivos, que tal vez necesiten ser manejados y, sin duda, requieren comprensión. Si yo pudiera describir teóricamente las raíces de la agresión, contribuiría a la comprensión de estos incidentes cotidianos. Sin embargo, me pregunto cómo podría hacerle justicia a un tema tan extenso y difícil, y recordar al mismo tiempo que muchos de mis lectores no estudian psicología, sino que están dedicados al cuidado práctico del bebé o el niño.

 

En pocas palabras, la agresión tiene dos significados: por un lado, es directa o indirectamente una reacción ante la frustración; por el otro, es una de las dos fuentes principales de energía que posee el individuo. Si ahondamos en esta formulación simple, surgirán problemas inmensamente complejos; por tal razón, en este trabajo sólo puedo ofrecer una elaboración inicial del tema fundamental.

 

Todos convendrán en que no podemos limitarnos a hablar de la agresividad tal como se manifiesta en la vida del niño. El tema es más amplio y, en todo caso, siempre nos referimos a un niño en desarrollo. Lo que nos interesa más profundamente es el modo en que una cosa nace y crece a partir de otra.

 

A veces la agresión se manifiesta de manera palmaria y se agota por sí sola, o bien necesita que alguien la enfrente e impida de algún modo que el individuo agresivo cometa daños. Con la misma frecuencia los impulsos agresivos no aparecen en forma abierta, sino encubiertos bajo alguna manifestación contraria. Quizá sea una buena idea examinar varias de estas manifestaciones contrarias, pero antes debo formular una observación general.

 

Es prudente suponer que todos los individuos son básica y esencialmente semejantes, pese a los factores hereditarios que hacen de nosotros lo que somos y nos diferencian a unos de otros. Con esto quiero decir que en la naturaleza humana hay algunas características que presentan todos los bebés, todos los niños y toda persona de cualquier edad, y que una exposición amplia del desarrollo de la personalidad humana, desde la más temprana infancia hasta la independencia adulta, podría aplicarse a todos los seres humanos sean cuales fueren su sexo, raza, color de piel, religión o medio social. Las apariencias pueden variar, pero siempre hay denominadores comunes en las cuestiones humanas. Un bebé tiende a ser agresivo, en tanto que otro casi no manifiesta agresividad alguna desde que nace y, sin embargo, ambos tienen el mismo problema. La diferencia de actitud obedece simplemente a que los dos manejan de manera distinta su carga de impulsos agresivos.

 

Si observamos a un individuo para tratar de ver cómo surge en él la agresión, nos encontramos ante el hecho concreto del movimiento infantil. Este comienza aun antes del nacimiento y se manifiesta no sólo en las vueltas que da el feto en el vientre materno, sino también en los movimientos más bruscos de sus extremidades, perceptibles para la madre. El feto o el bebé recién nacido mueven una parte de su cuerpo y, al moverla, choca con algo. Un observador podría decir que ha dado un golpe o puntapié, pero aquí falta el principio esencial del acto de golpear o patear, porque el feto o el bebé recién nacido todavía no se han convertido en personas capaces de tener un motive claro para una acción determinada.

 

Así pues, en todo bebé existe esta tendencia a moverse, a obtener algún tipo de placer muscular por medio del movimiento, y a sacar partido de la experiencia de moverse y toparse con algo. Si seguimos el curso de esta característica del individuo, con exclusión de todas las demás, podríamos describir el desarrollo de un bebé señalando una progresión desde el movimiento simple hasta acciones que expresan rabia, o bien hasta estados de ánimo que denotan odio (o control del odio).

 

Estos golpes tempranos inducen al bebé a descubrir el mundo exterior, distinto de su self, y a empezar a relacionarse con los objetos externos. Por lo tanto esa conducta, que pronto será agresiva, al principio es un mero impulso que conduce a un movimiento y a los comienzos de la exploración del mundo exterior. Siempre existe este tipo de vínculo entre la agresión y el establecimiento de una diferenciación neta entre lo que es el self y lo que no es el self.

 

Espero haber dejado en claro que todos los seres humanos se asemejan entre sí, pese al hecho cierto de que cada individuo es esencialmente distinto de los demás.

 

Por de pronto, está el contraste entre el niño audaz y el tímido. El primero tiende a lograr el tipo de alivio que proporciona la expresión abierta de la agresión y la hostilidad; el segundo propende a no encontrar esta agresión en el self, sino en otra parte, y a asustarse de ella o esperar con aprensión su venida desde el mundo exterior. El primero es un niño afortunado, porque descubre que la hostilidad expresada es limitada y gastable; el segundo nunca llega hasta un punto final satisfactorio, sino que persiste en dar por sentado que tendrá dificultades... y a veces las tiene realmente.

 

Algunos niños presentan una clara tendencia a ver en la agresión ajena un reflejo de sus propios impulsos agresivos controlados (o sea, reprimidos). Dicha tendencia puede tomar mal cariz si se agota la provisión de persecución y el niño debe suplirla con delirios. En tal caso, nos encontramos ante un niño que siempre espera ser perseguido y quizá se vuelve agresivo en defensa propia contra un ataque imaginario. Este comportamiento es patológico, pero su pauta puede detectarse en casi todos los niños como una fase de su desarrollo.

 

Veamos otros casos contrarios en relación a la agresión: el contraste entre el niño que se vuelve agresivo con facilidad y el que retiene la agresión "dentro de sí mismo", convirtiéndose en un niño tenso, formal y excesivamente controlado. La consecuencia natural de esta segunda actitud es cierta inhibición de todos los impulsos y, por ende, también de la creatividad, por cuanto ésta se halla ligada a la irresponsabilidad de la infancia y la niñez, y a un estilo de vida abierto y espontáneo. Aunque este niño pierda parte de su libertad interior, puede decirse que su conducta es beneficiosa porque, gracias a ella, el niño comienza a desarrollar el dominio de sí mismo junto con cierta consideración hacia los demás, en tanto que el mundo es protegido contra un comportamiento que, de otro modo, sería cruel. Todo niño sano adquiere la capacidad de ponerse en la situación de otra persona y de identificarse con los objetos e individuos externos.

 

El excesivo dominio de sí mismo presenta varios aspectos desagradables. Por ejemplo, un niño "bueno", incapaz de matar una mosca, puede sufrir erupciones periódicas de sentimientos y conductas agresivas (tener una rabieta, cometer una maldad) que no tendrán valor positivo para nadie y mucho menos para él, que a veces ni siquiera recuerda más tarde.

 

Los sueños constituyen una alternativa más madura para la conducta agresiva. El soñante destruye y mata en su fantasía; este tipo de sueño va asociado a diversos grados de excitación corporal y no es un mero ejercicio intelectual, sino una experiencia real. El niño que es capaz de manejar sus sueños se está preparando para todo tipo de juego, ya sea a solas o con otros niños. Si el sueño contiene una carga excesiva de destrucción o implica una amenaza demasiado grave contra objetos sagrados, o si sobreviene el caos, el niño despierta sobresaltado y gritando. La madre desempeña su papel al estar disponible y ayudar al niño a salir de la pesadilla, a fin de que la realidad exterior pueda cumplir una vez más su función tranquilizadora. El niño puede tardar casi media hora en despertar por entero a la realidad, y es posible que la pesadilla en sí sea para él una experiencia extrañamente satisfactoria.

 

A esta altura de mi exposición, debo diferenciar con claridad el sueño común del ensueño diurno. No me refiero aquí al acto de enhebrar fantasías estando despierto. La diferencia esencial entre el sueño común y el ensueño diurno radica en que el soñante está dormido y se lo puede despertar; tal vez olvide su sueño, pero lo soñó, y esto es lo importante. (También existe el sueño verdadero que rebasa los límites del dormir e invade la vida de vigilia del niño, pero ésa es otra historia.)

 

Me he referido al juego, que se alimenta de la fantasía y del reservorio de lo que puede ser soñado, y de los estratos más profundos de lo inconsciente. Salta a la vista el papel importante que desempeña la aceptación de los símbolos en el desarrollo sano del niño. Un objeto "representa" a otro, proporcionando así un gran alivio frente a los crudos y desagradables conflictos que genera la verdad desnuda.

 

Cuando un niño ama tiernamente a la madre y al mismo tiempo desea comerla, cuando ama y odia a la vez al padre y no puede desplazar ese odio o ese amor a un tío, cuando quiere deshacerse del nuevo hermanito y no puede expresar tal sentimiento de manera satisfactoria perdiendo un juguete, se produce una situación desagradable. Algunos niños son así y simplemente sufren...

           

Con todo, la aceptación de los símbolos suele empezar a una edad temprana, dejándole al niño un espacio para maniobrar en su vida. Por ejemplo, cuando el bebé adopta muy pronto un objeto específico para abrazarlo y mimarlo, dicho objeto representa al bebé y a su madre. Es un símbolo de unión, como lo es el pulgar para el niño habituado a chupárselo, y este símbolo en sí mismo puede ser atacado y/o valorado por encima de toda pertenencia ulterior.

 

El juego se basa en la aceptación de símbolos y, por consiguiente, encierra posibilidades infinitas. Gracias a él, el niño puede experimentar con lo encuentre en su realidad psíquica interior y personal, que es la base de su creciente sentido de identidad. Allí habrá amor, pero también agresión.

 

En cada niño en proceso de maduración aparece otra alternativa muy importante frente a la destrucción: la construcción. En condiciones ambientales favorables, y mediante un proceso complejo que he intentado describir en parte, se establece una relación entre un afán constructivo y la aceptación personal, por parte del niño en crecimiento, de la responsabilidad por la vertiente destructiva de su carácter. La aparición y el mantenimiento del juego constructivo es una señal importantísima de buena salud. No se lo puede implantar -como tampoco se puede implantar la confianza-, sino que aparece con el tiempo. Es el resultado de la totalidad de las experiencias vividas por el niño en el ambiente inmediato suministrado por los padres o por quienes actúan como tales.

 

Podemos poner a prueba la relación entre agresión y construcción quitándole a un niño (o a un adulto) la oportunidad de hacer algo por sus allegados y seres queridos, o de "contribuir con algo" [contribute in] de participar en la tarea de atender a las necesidades de la familia. Cuando hablo de "contribuir con algo" o participar, me refiero a hacer determinadas cosas por gusto o para asemejarse a alguien, pero percatándose al mismo tiempo de que eso es lo que se necesita para asegurar la felicidad de la madre o el funcionamiento del hogar. Es algo así como "encontrar su lugar". Un niño participa simulando que cuida del bebé, tiende la cama, maneja la aspiradora o hace pasteles. Para que esta participación lo satisfaga, es preciso que alguien tome en serio el trabajo simulado. Si los demás se ríen de él, se convierte en simple mímica y el niño experimenta una sensación de impotencia física y de inutilidad. No es raro que en tal momento sobrevenga un estallido de franca agresión o destructividad.

 

Aparte de ser provocada a título experimental, esta situación puede presentarse en la vida corriente cuando nadie comprende que en un niño la necesidad de dar es aun mayor que la necesidad de recibir.

 

La actividad de un bebé sano se caracteriza por los movimientos naturales y la tendencia a golpear o golpearse contra los objetos, así como por el uso gradual de ambos junto con las acciones de berrear, escupir, orinar y defecar -al servicio de sus sentimientos de rabia, odio o venganza. El niño llega a amar y odiar al mismo tiempo, aceptando la contradicción. Uno de los ejemplos más importantes de la conjunción del cariño y la agresión es el afán de morder, que cobra sentido aproximadamente a partir de los cinco meses. A la larga se incorpora al placer de comer, sea cual fuere el alimento ingerido; pero al principio lo excitante era morder el objeto bueno, el cuerpo de la madre, y eso genera en el bebé ideas relacionadas con el acto de morder. De este modo acaba por aceptar los alimentos como símbolos del cuerpo de la madre, del padre o de otro ser querido.

 

Todo este proceso es muy complicado. Al bebé y al niño les lleva mucho tiempo dominar las ideas y excitaciones agresivas, adquirir la capacidad de controlarlas sin perder por ello la capacidad de ser agresivos -en el odio o en el amor- cuando resulte oportuno.

 

Oscar Wilde dijo: "Todo hombre mata lo que ama". Vemos a diario que, junto con el cariño, debemos esperar el daño. Quienes se dedican al cuidado de los niños notan que éstos tienden a amar aquello que dañan. Hacer daño es una parte importante de la vida del niño; el interrogante es: ¿cómo hallará nuestro hijo el modo de emplear estas fuerzas agresivas en la tarea de vivir, amar, jugar y, más adelante, trabajar?

 

Y esto no es todo: aún tenemos que determinar el punto de origen de la agresión. Como hemos visto, el proceso de desarrollo del recién nacido incluye los primeros movimientos naturales y los gritos; pueden causarle placer, pero no tienen un significado claramente agresivo porque el bebé todavía no está bien organizado como persona. Aun así, queremos saber de qué modo un bebé destruye el mundo quizás en una fase muy temprana de su vida. Es un interrogante de vital importancia, por cuanto el residuo de esta destrucción infantil "no fusionada" puede destruir en forma efectiva el mundo en que vivimos y al cual amamos. En la magia infantil, el niño puede aniquilar el mundo con sólo cerrar los ojos y recrearlo con una nueva mirada y una nueva fase de necesidad. Las sustancias tóxicas y las armas explosivas dotan a la magia infantil de una realidad que es el polo opuesto de lo mágico.

 

La inmensa mayoría de los bebés reciben un cuidado suficientemente bueno en las etapas más tempranas de su vida; gracias a él alcanzan cierto grado de integración de su personalidad, por lo que resulta improbable que se produzca una irrupción masiva de una destructividad carente de sentido. La medida preventiva más importante que podemos tomar es reconocer el papel que desempeñan los padres, al facilitar los procesos de maduración de cada bebé en el curso de la vida familiar. En especial, podemos aprender a evaluar el papel que desempeña la madre en los inicios mismos de la vida del hijo, cuando éste pasa de una relación puramente física con su madre a otra en la que responde a la actitud de ella, y cuando lo puramente físico empieza a ser enriquecido y complicado por factores emocionales.

 

Aún queda pendiente un interrogante: ¿conocemos el origen de esta fuerza inherente al ser humano, que sustenta la actividad destructiva o el sufrimiento equivalente cuando el individuo se autocontrola? Detrás de todo esto encontramos la destrucción mágica, normal en las fases más tempranas del desarrollo del bebé y que corre paralela a la creación mágica. La destrucción primitiva o mágica de todos los objetos tiene que ver con el hecho de que para el bebé los objetos cambian: dejan de ser "parte de mi" para convertirse en algo "distinto de mí"; ya no son fenómenos subjetivos, sino percepciones objetivas. Por lo común este cambio se produce en forma muy paulatina, siguiendo los cambios graduales que experimenta el bebé en desarrollo. Empero, cuando el suministro materno es deficiente, estos mismos cambios ocurren súbitamente y de un modo imprevisible para el bebé.

 

La madre que guía a cada hijo con sensibilidad y delicadeza a través de esta etapa vital de su desarrollo temprano le da tiempo para adquirir toda clase de habilidades, que le permitirán afrontar el sacudón de reconocer la existencia de un mundo que escapa a su control mágico. Si se le da tiempo para que desarrolle sus procesos de maduración, el bebé podrá ser destructivo, odiar, patear y berrear, en vez de aniquilar mágicamente ese mundo. De este modo, la agresión efectiva se considera un logro. Las ideas y la conducta agresivas adquieren un valor positivo comparadas con la destrucción mágica, en tanto que el odio se transforma en una señal de civilización, cuando tenemos presente el proceso global de desarrollo emocional del individuo y, en particular, sus etapas más tempranas.

 

En otro trabajo he intentado explicar precisamente estas etapas sutiles a través de las cuales -cuando el quehacer materno y la parentalidad son suficientemente buenos- la mayoría de los bebés acceden a una vida sana, adquiriendo además la capacidad de dejar a un lado el control y la destrucción mágicos, de disfrutar con la agresión que llevan dentro de sí al mismo tiempo que gozan con las gratificaciones, las tiernas relaciones afectivas y la riqueza interior que constituyen la vida de un niño.