No es bueno decir todas las verdades

(el parlanchín indiscreto, el insolente y el chivato)

 

 

Una madre le escribe a usted respecto de su hijo de cuatro años que, como suele decirse, tiene la lengua muy suelta y la coloca a veces en situaciones embarazosas por las reflexiones que hace en voz alta en la calle. Por ejemplo, el chico se acerca a un africano y exclama: “¿Viste a ese señor? ¡Qué viejo es, pronto morirá!” La madre es entonces presa de confusión. Ya también se plantea otro problema: “Tengo dos amigas que se encuentran las dos en situaciones familiares difíciles. Una perdió a su marido, que se suicidó, y tiene un hijo de la misma edad que el mío. En realidad, ese chico nunca conoció a su padre. La otra amiga está separada del marido, y sus dos hijos rara vez ven a su padre. Temo que algún día mi hijo, con sus habituales observaciones, hiera a estos niños haciéndoles preguntas demasiado precisas sobre el padre. ¿Será conveniente que hable con él sobre este asunto?”

 

En primer lugar, esta señora podría preguntar a sus dos amigas si sus hijos conocen la situación familiar. Por la edad que tiene ya deberían saberlo, Uno debería saber que su padre murió cuando él era muy pequeño y seguramente habrá visto fotografías de ese hombre antes de su nacimiento o cuando era bebé; en cuanto a los otros, se les puede hablar claramente, pues no son lo únicos niños que ven rara vez a su padre divorciado. Cuando los niños están al corriente de su situación, nada que se diga en ese sentido puede herirlos salvo que sea con la intención de hacerlo.

 

En cuanto a las reflexiones de ese chico en la calle, no significa que sea racista; dice que ese señor es negro. Claro está que son situaciones molestas. Y hay hasta chicos que son telepáticos y videntes.

 

Conozco a una pequeña que en un tren un día que una señora acababa de declarar que iba a ver a su marido, dijo en voz alta; “Pero eso no es cierto. Su marido no está allí. Va a ver a otro señor y no se lo dice al marido”. Esa señora se puso encarnada…

 

Eso es lo que se llama meter la pata ¿no?

 

¿Acaso no se pretende que la verdad sale de la boca de los niños? No la dicen con la intención de dañar, pero algunos lo hacen porque son telepáticos o videntes, y otros son simplemente observadores.

 

¿Hay que hacer entrar en razón a esos chicos?

 

No lo creo. En este caso preciso, cuando la madre advierte que lo que dijo su hijo hirió o chocó a alguien, ella misma presentará excusas y a su hijo le hará señal de que guarde silencio. Y un poco después podrá decirle: “Hace un rato dijiste de ese señor que pronto moriría. ¿Te gustaría a ti morirte? Entonces le explicará que hay ciertas cosas que pueden causar pena y que no deben decirse. Este niño es inteligente y seguramente sensible. Creo que si la madre habla de esta manera con él educará su sensibilidad. Le dirá: “Puedes decirme en voz baja todas las verdades que creas”. Cuando se paseen por la calle el chico dirá entonces en secreto: “Esa señora es muy fea” o “Ese señor es malo”. También hay chicos que dicen: “Mira esa mujer. ¡Qué azul es!” o “¡Oh, qué roja es!”. Esto quiere decir que le parece agradable esa señora. A los cuatro años, los niños expresan a veces en colores los sentimientos que experimentan respecto de alguien. Lo pueden confiar a la mamá que comprende, porque está en coloquio con su hijo. Deberá explicar: “¡Si! Roja en broma dices, porque lo que realmente quieres decir es que es simpática o que no es simpática”. No puedo decir nada más. ¡Este niño sólo tiene cuatro años…! ¡Que no lo sermoneen!

 

Tenemos aquí la carta de una madre que está decididamente consternada: “¿Debo tomar en serio o minimizar lo que ocurrió?” El hijo, que tiene seis años, va a la escuela desde hace poco. “Ayer por la tarde al volver a casa, encuentro a mi marido con el rostro descompuesto”, dice esta señora. Al salir de la escuela el hijo había injuriado a la directora porque durante el recreo ésta le había quitado sus autitos. Cuando la abuela fue a buscarlo al terminar las clases oyó que el niño estallaba en cólera y exclamaba “¡Cochina!” refiriéndose a la directora. Felizmente, ésta no oyó nada…

 

¡Fue la abuela quien lo oyó!

 

Sí. Y luego se lo contó al padre quien, a su vez, lo contó a la madre. Ahora todo el mundo se pregunta: “¿se hace usted cargo? ¿Qué habría pasado si la directora hubiera oído? ¿Qué habría sido de mi hijo?” La madre continúa más adelante: “Como todas las tardes, pregunté a mi hijo cómo había pasado el día, lo que había hecho, lo que había comido en la cantina…”

 

Permítame que lo interrumpa ahora mismo, porque ese “como todas las tardes”…es terrible. Ya dije que los padres suelen pedir a los niños que les cuenten lo que pasó en la escuela, cuando en realidad los niños no se acuerdan de nada, o se acuerdan mal. Este incidente habría quedado enteramente olvidado si la abuela no hubiera hecho toda esta historia.

 

Precisamente eso fue lo que el chico respondió a la madre. Que se había olvidado.

 

¡Pero por supuesto! La abuela se sintió chocada e imaginó lo que ella misma habría experimentado si el chico le hubiera dicho a ella esa palabra. En cuanto a la directora, probablemente oyó la injuria, pero fue lo bastante inteligente para usar sus “filtros” y no dar importancia a la cuestión. Eso es lo que se hace con un chico que responde de esa manera. Usted bien ve que, después de todo, la directora le había jugado una mala pasada al quitarle sus automóviles de juguete. Hacía tres o cuatro días que asistía a la escuela y contaba con sus automóviles para deslumbrar a sus compañeros y compañeritas. Pero el reglamento prohibía esos juguetes, eso es todo. Es la ley, y la ley es dura. ¿Quién, por lo menos una vez en la vida, no ha llamado “cochinos” a los policías o a los jueces? Aquí no hay motivo para preocuparse. Lo terrible es el drama que se ha hecho.

 

La madre continúa diciendo: “Los perros no hacen gatos. Por fin obtuve la confesión de mi hijo”. En aquel momento el chico estaba desecho de lágrimas, fue a encerrarse en su cuarto y poco después salió de él con un dibujo que regaló a la madre quien comenta: “No me dejé ganar por ese gesto, porque justamente es muy astuto. Me costó trabajo rechazar aquel dibujo”.

 

Pero ¿por qué rechazarlo?

 

Está todo encadenado: “Le expliqué por qué aquella noche no le haría mimos al acostarse ni le leería nada. Pero a las diez de la noche continuaba todavía despierto. Tuve que dar marcha atrás”. En suma, a la madre le parecía demasiado astuta la actitud de hacerle un dibujo después de haber dicho una palabra tan horrible.

 

Verdaderamente tenemos aquí la imagen de padres que no pueden comprender que un chico tenga un movimiento de rebelión y de verdad para expresar lo que se siente. No siempre es bueno decir la verdad, de acuerdo. Y eso es lo que habría que explicar diciéndole sencillamente: “Oye, otra vez ten cuidado cuando quieras decir algo a alguien al que hay que respetar, y para evitarte problemas debes decírnoslo a nosotros. Además, ahora sabes que no debes llevar tus autitos a la escuela”, pero ese padre desmoronado, esa madre consternada…pues, me parece completamente cómico; aquí se ha dado importancia excesiva a una pequeña manifestación de un chico encantador que fue verídico.

 

La carta siguiente plantea, a través de un caso particular, un problema del que hasta ahora no nos hemos ocupado o del que hemos hablado poco: el problema de los niños soplones. La madre que le escribe a usted tiene dos varones, uno de cinco años y medio y el otro de cuatro años. Aquí se trata del mayor, que trabaja bien en clase…

 

¿Qué significa eso de trabajar bien en clase a los cinco años y medio?

 

La madre dice simplemente que la maestra está contenta con él porque aprende muy rápidamente.

 

Es decir que es inteligente.

 

Desde la más tierna infancia fue siempre un chico medroso y ahora se muestra temeroso ante sus camaradas. No se atreve a defenderse y en cambio denuncia a los demás e informa ya a la maestra, ya a la madre. Por más que ésta le recomiende que no lo haga, él continúa denunciando a los demás.

 

La madre propone una explicación: cuando el niño tenía veinte meses, perdió a su abuelo paterno que poseía una panadería. Los padres debieron hacerse cargo del negocio y trabajar allí; por eso confiaron a los dos hijos a la abuela que acaba de enviudar. Esta los llevaba todos los días al cementerio: “Creo que eso tal vez influyó en él. En aquel momento no me atreví a pedir a mi suegra que no llevara a los chicos al cementerio, porque me daba cuenta de que estaba profundamente apenada y que la visita al cementerio le hacía mucho bien”. Esta señora agrega que los primeros años de su matrimonio no fueron muy buenos, que a menudo ella y el marido reñían días enteros sin tener en cuenta si los hijos lo advertían o no. Ahora las cosas marchan mucho mejor entre ellos.

 

Es evidente que la vida difícil que tuvo este niño a partir de los 20 meses, cuando la madre de golpe se vio obligada a abandonarlo para ocuparse del negocio, etc. Dejo su marca en él. Se quedó con una abuela que vivía en medio del dolor. Y en ese momento adquirió una costumbre “masoquista”, quiero decir: como se veía obligado a obtener su placer en compañía de la abuela, lo obtenía también con el dolor. Por eso, ahora se deja pegar por los compañeros de los que es un poco la víctima. Y lo cierto es que al principio fue “victimizado”. ¿Comprende usted? ¿Cómo ayudarlo?

 

A un niño que se deja golpear continuamente por sus camaradas hay que decirle -según ya lo escribí-: “¡Oye! Todavía no has prestado suficiente atención a cómo ellos te castigan, a la manera que duele mejor (hay que utilizar estas palabras “duele mejor”). Si puedes evitar los golpes, evítalos. Pero una vez que el otro te ataca, recuerda lo que acabo de decirte. Cuando tengas la experiencia de los golpes que duelen mejor, al cabo de un tiempo también tú sabrás cómo darlos y sabrás defenderte. Ya verás entonces que tus compañeros no te atacan más. Y te parecerá divertido entrar en la lucha”. Es así como puede ayudarse a este niño. De nada sirve decirle “defiéndete”, puesto que por el momento lo único que puede hacer es sentirse una cosa y una víctima. Que haga, pues, sin angustia y gracias al aliento de los padres, el aprendizaje de la agresividad de los demás prestando mucha atención a la técnica que utilizan los que lo atacan. Como es inteligente, aprenderá pronto y llegará a defenderse. No hay que burlarse de él, ni mostrarle lástima, ni acusar a los demás; hay que incitarlo a que sepa hacerse respetar pagando a los otros, en los intercambios kinésicos, con la misma moneda. Éste es un chico demasiado pasivo.

 

Con respecto al miedo, esta señora nos ofrece también una historia que puede tomarse como ejemplo: “El verano pasado, durante las vacaciones, llevé a mi hijo a un piscina para que tomara lecciones de natación. Dimos con un profesor de natación que tal vez no fuera muy psicólogo y que me dijo que de todas maneras no era grave que el chico tuviera miedo, porque era inteligente y porque bastaría con obligarlo a dominar su miedo. Mi hijo perdió completamente el apetito, estaba continuamente angustiado, pedía un velador en el cuarto durante la noche, pues declaraba que no podía dormir en la oscuridad”. Y por fin, el último día de las lecciones de natación, todo terminó en una verdadera catástrofe. El instructor lo llevó a la parte honda y el niño quedó literalmente galvanizado mientras no dejaba de gritar: “Tengo miedo”. La madre no intervino, pero cuando el instructor de natación le devolvió al hijo, éste estaba helado, con los ojos cerrados -sin embargo, la temperatura fuera del agua era de 35 grados- y sólo volvió a recobrarse después de un baño caliente. Por supuesto, dijo en seguida que aquello de la piscina era asunto terminado; nunca más volvió. La madre termina haciendo esta pregunta: “¿Qué hacer para que desaparezca ese miedo, esa angustia, y para que cese de ser chismoso y soplón? ¿Debo hacerle practicar algún deporte, aunque hasta ahora esta solución no dio muy buenos resultados? ¿Qué clase de deporte sería beneficioso?”

 

¡En primer lugar nada de deportes! A los cinco años y medio es demasiado temprano para enseñar a nadar a un niño que no tiene ganas de hacerlo y que desde la primera lección no mostraba ningún entusiasmo por lo que se le hacía hacer. Con el pretexto de que pagaron y una serie de lecciones -generalmente ocurren así las cosas en las piscinas-, los padres no deben decirse: “Puesto que pagué tantas lecciones es menester que me hijo las tome”. Aquí es una lástima que hayan continuado a toda costa las lecciones. Si el niño hubiera tenido unos ocho años, todo habría sido diferente; una palabra de aliento lo habría ayudado. Pero sepan los padres que un niño de cinco años y medio sólo debe intentar aprender a nadar si el mismo lo pide. En ese caso se propone a un instructor de natación o a otro profesor: “¿Aceptaría usted tomarlo como prueba una vez? Si le gusta continuaremos con las lecciones”. Parecería que esta señora considera a su hijo como si tuviera ocho años.

 

Agrego que si ella misma y el marido se hubieran metido en el agua con el hijo, lo habrían ayudado a familiarizarse con la piscina; el chico habría jugado con el padre y la madre hasta que un día se habría puesto a nadar como un perrito, según hacen todos los niños, y habría dicho: “Ahora quisiera aprender a nadar bien y rápido”. Es evidente que de ese modo todo habría salido mucho mejor.

 

Consideremos ahora a los chicos soplones.

 

A priori nada sabemos sobre lo que significa para un niño: “informar”; desconfiemos pues de los decimos. A veces es muy útil que un niño nos venga con un cuento cuando, por ejemplo, otro está en grave peligro y uno no lo sabía. Si le decimos a los niños que nunca deben traer cuentos de los demás y si los regañamos o los castigamos por hacerlo, no se atreverán luego a avisarnos cuando pasa algo peligroso. Cuando un chico viene a anunciarnos: “Fulano hizo tal cosa”, hay que preguntarle más bien: “¿Por qué vienes a decirme eso?” Si responde: “Porque no está bien lo que hizo”, uno le explicará: “Sí, estaba prohibido (o “Sí, tienes razón, eso no está bien”). Puesto que lo sabes, no hagas tú lo mismo”. Si responde: “Lo digo porque hay que reprenderlo”, uno le dirá: “Mira, esta vez tuvo suerte, no lo vi (o no lo oí)” o bien: “tuvo suerte de haberse librado esta vez, puesto que no ocurrió ningún accidente” (uno prohíbe ciertas cosas porque son peligrosas, ¿no?). En cambio, si el soplón advierte que un niño hace algo peligroso, debe uno mostrase agradecido: “Te agradezco que me hayas avisado”. Pero en este caso no cabe hablar de chismes. Uno va a ver lo que ocurre, pone fin a la imprudencia, pero nunca regaña al niño que ha cometido la falta. Nunca.

 

Hay que decirle: “Sabes que lo que has hecho esta mal” o “Es peligroso lo que haces, por eso te lo había prohibido”. Si el chico salió bien parado y sin daño de la actividad que le estaba prohibida, se le dirá: “Esta vez te has salvado. Tanto mejor. No te reprendo. Felizmente no te vi porque me habría dado miedo”. ¿Se da usted cuenta de la diferencia? No se lo regaña, simplemente se va a comprobar la seguridad del chico desobediente. En todo caso, se lo ayuda a salir de la dificultad en la cual él mismo se puso. Y le diremos al otro que vino a informarnos: “Tuviste razón en venir puesto que estabas inquieto. Este otro corría grave riesgo pues era peligroso lo que hacía”.

 

Es así como puede ayudarse a estos niños. No les diremos que está mal traer chismes, porque sobre esto nada sabemos. Lo que hay que impedir es la bajeza de la alcahuetería que tiene por fin hacer reprender a otro. Si esto ocurre es porque ciertos padres reprenden a los chicos sobre cuya conducta han sido informados por otros. ¿No es cierto?

 

Tal vez habría que pasar a considerar un caso más preciso en el que el correveidile fue la víctima de aquel a quien denuncia. “Se lo dirá a mamá” (o a papá o al maestro) es una amenaza que se oye a menudo en las casas o en el patio de recreo. ¿Cómo debe reaccionar el adulto cuando un niño se queja, de un camarada, de un hermano o de una hermana después de una riña durante la cual aquél resultó víctima del otro?

 

Aquí hay que poner cuidado para evitar dos escollos: el de no tener compasión por el que se lamenta (a veces herido) y el de agredir con palabras, para corregir o castigar, al agresor; estos dos escollos tienen el efecto de dañar por igual a los dos niños. Y eso no es educación.

 

Hay que atender a lo más urgente. Dar consuelo y brindar cuidados al que fue lastimado o herido y decirle: “El otro fue un poco rudo” o “Mide a tus adversarios; ése que te pegó es demasiado fuerte o demasiado grande para jugar contigo, pero por lo menos has aprendido algo”. En general algunas palabras y cuidados bastan y el asunto concluye así. Pero nunca hay que denigrar al que dio el golpe. Si este puede ayudar a reparar los daños hay que incitarlo para que así lo haga. Eso sí.

 

Ocurre también que a veces, apenas llegado el niño que se queja, también se presenta el otro para justificar su comportamiento quejándose a su vez: “Éste no hacía otra cosa que fastidiarme: me provocó”. Y también habrá que consolar a este último: “No tienes suerte, es demasiado débil para ti; comprendo que no sea divertido jugar con quienes no tiene la misma fuerza que tú”.

 

En cuanto a las disputas en familia, cuando los niños violan espacios personales: “Fulano viene a mi cuarto”, “Zutano toma mis cosas”…, deben hacer reflexionar en las posibles medidas para la defensa pasiva de cada cual. Ya he hablado de esta cuestión: que cada niño tenga en la casa un espacio propio, un lugar donde pueda guardar sus objetos personales, una caja o un arca que se pueda cerrar con llave o candado.

 

A los padres corresponde hacer eficaz la posible defensa pasiva. Si un chico se presenta luego quejándose de que otro le invadió su lugar o de que ha habido una razzia de sus bienes más preciosos, hay que hacerle notar que eso ocurrió porque no utilizó los medios que tenía a su disposición.

 

De una manera general, ¿no corre ningún peligro el chico que es correveidile?

 

En el caso de un niño soplón no cesa de acusar a los otros, lo importante es no dejarse nunca manipular por él, que desea castigar o censurar a los otros. De otra manera, el niño calumniador que denigra a los demás, falsa víctima o víctima real, nunca podrá llegar a ser autónomo. Siempre recurrirá a la autoridad protectora y al hacer castigar al otro obtendrá una lamentable venganza. Poco a poco será detestado por los demás chicos y considerado como un espía enemigo.

 

Ahora bien, si la soplonería está motivada por la inquietud que provoca la transgresión de un reglamento, será reafirmando ese reglamento violado cómo se ayudará al niño a saber conducirse, según su propia conciencia, en lugar de dejarse tentar como un carnero de Panurgo y hacer a su vez la misma bribonada del otro.

 

El chico que anda con cuentos es un ser débil que siente celos o envidia de otro más fuerte, más listo, más hábil que ha triunfado sobre él. Se lo ayuda negándole el beneficio que él calculaba que obtendría con su chisme y así se lo ayuda a corregirse de esa sensibilidad quejumbrosa o acusadora que le impide hacer amigos. Los niños que juegan poco y mal, los malos camaradas siempre dispuestos a denigrar a los demás, los niños juiciosos en lo tocante a instancias tutelares se convierten rápidamente en niños solitarios y desdichados, entre los de su edad, si la autoridad parental se deja manipular.

 

Lo repito, nuestra misión de educadores consiste en armar a los niños para la vida en comunidad con los de su edad, en ayudarlos a que sepan “automaternarse” en las pruebas adversas y “autopaternarse” en su conducta con referencia a la prudencia y la ley, aun cuando otros les den el ejemplo de que es posible transgredir la una sin daño y la otra sin escrúpulos, “No hagas tú lo mismo, puesto que sabes muy bien que él obró mal o que fue imprudente.”